El día en que Hamzi conoció el mar rumbo a Europa
La huida de Siria, desde Líbano, de una familia, un adolescente solo y un desertor del Ejército
Hamzi al Fayer, 14 años recién cumplidos, nunca antes había visto el mar. Se aferra a la barandilla del barco y, pitillo en boca, este chaval sirio esboza una enorme sonrisa al ver los edificios de Trípoli (Líbano) empequeñecerse en el horizonte. Es la gran aventura de su vida: viaja a Europa en busca de refugio.
Son las diez de la noche. Hamzi es el único menor que va solo. Feliz, o por pura inconsciencia, es también el único de los 550 pasajeros, la gran mayoría sirios, que admite que su destino no es Turquía, sino Alemania, y que habrá de subirse a una patera para lograrlo. El resto disimula, pasaporte en mano, en las colas de este puerto libanés mientras embarca en el ferri Lady Su, que les llevará a Mersin (Turquía). A bordo, el adolescente se une a una familia siria que también ha decidido arriesgar su vida en busca del sueño europeo. EL PAÍS les acompaña en su periplo.
Más de medio millón de migrantes han llegado este año a costas europeas por mar, según la agencia de la ONU para los refugiados, ACNUR. Hamzi al Fayer es una de las miles de personas que cruzan una frontera tras otra hasta alcanzar el sueño europeo, Alemania. El Gobierno de Angela Merkel estima que en 2015 recibirá 800.000 solicitudes de asilo. “Lo hago por mi madre. Solo los menores de 18 años pueden solicitar la reunificación familiar. Si lo consigo, podré traerla a Alemania”. Están decididos a huir de una guerra que en cinco años ha provocado más de 240.000 muertes y ha forzado a 12 millones de personas a abandonar su hogar. De ellos, cuatro millones han dejado atrás su país. La magnitud del conflicto ha aniquilado todas las esperanzas de paz. Así que los refugiados se lanzan a su primer día de lo que será una larga carrera llena de desavenencias y decepciones. Cuando el ferri abre sus puertas, una muchedumbre sonámbula avanza cargada con niños adormecidos en los brazos.
“¿Y si es peor el viaje que seguir en Líbano?”
Hamzi es de los más pequeños de 14 hermanos de una familia polígama. Ocho de su madre, y seis de la segunda mujer que se casó con su progenitor, o su tía, como la llama. Hace dos años, tuvieron que dejar la campiña de Alepo huyendo de los constantes bombardeos del régimen de Bachar el Asad. Trabajaba en Líbano como vendedor ambulante, ofreciendo ropa sobre una carreta de madera por las calles. “Allí no podemos vivir. No nos quieren y no podemos trabajar, ni quedan ayudas. No hay futuro”, dice al tiempo que tira una colilla al mar. “Eshlon?”(¿Qué?, en dialecto sirio), espeta a cada pregunta. Herencia de la guerra, Hamzi ha perdido parte de audición y habla casi a gritos. “No tengo miedo. La muerte está en cualquier parte para nosotros. Mejor encontrarla en el camino hacia algo mejor”.
A pocos metros de distancia, otro joven observa las olas que van trazando las hélices del barco. Al cabo de varios minutos, Hamzi y Alí, de 15 años, ya son buenos amigos y se dedican a hacer el cafre en la borda. Este último viaja junto a su madre, Um Alí Bolhos, de 45 años, y sus tres hermanos: Shames, de 17; Nur, de 12, y Hassan, de 10. Al igual que la familia de Hamzi, los Bolhos buscaron refugio en Líbano. Dejaron su hogar en Jisr el Shujur, al sur de Idlib y tablero de intensos combates, para llegar a casa de unos familiares en Tiro, al sur de Líbano. Agotadas las esperanzas de regresar a un hogar destruido, Um Alí ha tomado la decisión más difícil de su vida:llevarse ilegalmente a sus hijos a Alemania, donde vive su hermano. “Quiero que mis niños estudien, que tengan un futuro”, murmura esta madre. Desde que el barco zarpa, enlaza compulsivamente un pitillo tras otro. La duda la carcome. “¿Y si es peor el viaje que quedarnos en Líbano?” Su marido se quedó allí, en el sur del país. “Tiene miedo, pero yo no”, da por toda respuesta.
A medida que pasan las horas, los ánimos se relajan y un grupo de jóvenes hace retumbar la cubierta al son del debke, baile folclórico árabe. Los grupos de viaje se van formando entre cigarrillos y largas conversaciones acompañadas de sorbos de té o de café. En un mismo ferri, en pleno viaje, confluyen detractores y seguidores de El Asad, pero la política pasa a un segundo plano en este barco, en el que los pasajeros rezuman una extrema vulnerabilidad. El móvil, único instrumento imprescindible si hubieran de elegir, también sirve como baúl de recuerdos. En él almacenan la memoria de la tierra que dejan atrás. Orgullosos, muestran en las pequeñas pantallas las casas a las que sueñan con regresar. Retratos de familiares muertos comparten tarjeta junto a los que andan desperdigados por el mundo. Esta es la realidad de los refugiados sirios. En el ferri viajan los que no pueden costearse un billete de avión y que, por extraño que sea, parecen totalmente desinformados sobre el incierto trayecto que les espera.
Dos nuevos compañeros
Um Alí ha decidido adoptar a Hamzi. “Es muy joven para viajar solo. Ahora tendré cinco hijos hasta llegar a Alemania”. Antes de fondear en tierra turca, un último integrante se sumará al grupo de Um Alí. Ayman, de 23 años, desertó 10 días atrás del Ejército sirio. Originario de Tell Kalaj, frontera siria con el norte de Líbano, desempleado y sin posibilidad de estudiar, decidió alistarse voluntario. “Al poco tiempo me di cuenta de que no era mi lugar. Vi cosas que no me gustaron, abusos, palizas. Pero, una vez dentro, ya no puedes salir”, comenta.
Servía en una posición en el Calamun oriental, cerca de la frontera oeste con Líbano. “Allí hay una tregua con los rebeldes, para dejar que estos combatan al Daesh [nombre peyorativo en árabe para el Estado Islámico]. Así que cada día veíamos pasar a los insurgentes”. Ayman recurrió a la facción rebelde Yihad Islámica para fugarse. “Me dieron el día, la hora y el lugar en el que tenía que presentarme. Me vendaron los ojos y me condujeron a través de las montañas hasta Líbano”. A cambio de su libertad, tuvo que ofrecer información acerca de su paso por el Ejército sirio. Abandonó a su familia y su país.
El ferri llega a Tasucu (Turquía), a 200 kilómetros del destino previsto, Mersin, después de 24 horas de viaje, y no 12, como apunta el billete. Agotados y sin dinero, el césped y los bancos de la estación de autobuses se antojan el mejor colchón para la espera. Al amanecer llega el bus que habrá de llevarlos a Esmirna. De nuevo, lo que iba a ser un trayecto de diez horas termina durando 17. Si no fuera por las señales en turco que escoltan los arcenes de la autopista, podría parecer que siguen en Siria. Los pasajeros solo hablan árabe. Todos comparten un mismo sueño: Europa.
Han transcurrido poco menos de dos días desde que abandonaron sus hogares en Líbano o Siria, y el grupo por fin pone llega a Esmirna. Entre risas, los chicos se abalanzan sobre un futbolín de la estación. Van a ciegas. Y esto permite que los taxistas vacíen sus bolsillos. Los nervios empiezan a florecer. Su próxima meta es encontrarse con los traficantes.
Comentario de Aprocean:
¡No hay mar que por bien no venga!
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