La vida bulle en la sima del mundo
La actividad microbiana en el ‘abismo Challenger’ sorprende a los geólogos
How deep is the ocean?, preguntaba la canción del gran Irving Berlin
tal vez sin esperar respuesta. ¿Cuán profundo es el océano? Depende de
donde mires. El promedio son 3.700 metros, y hay cotas mucho más
profundas como las zonas abisales que alcanzan los 6.000 metros, donde
apenas llega la luz del sol y los peces son ciegos y horribles.
Pero nada hay más profundo que el abismo Challenger, una sima que
daría vértigo de estar en tierra firme, situada en la fosa oceánica de
las Marianas a medio camino entre Australia y Japón, y que ostenta la
marca mundial con 11 kilómetros de profundidad. Esa es seguramente la
respuesta que esperaba Berlin. Y ni siquiera allí podría el deprimido
compositor haber escapado de la ebullición de la vida, según acaban de
revelar las últimas investigaciones sobre esos bajísimos fondos.
El geólogo Ronnie Glud y sus colegas de la Universidad del Sur de
Dinamarca, el Instituto Marino Escocés, el Centro de Investigación
Climática de Groenlandia, el Instituto Max Planck de Microbiología
Marina y la Agencia Japonesa de Ciencia y Tecnología Marina y Terrestre
han medido por primera vez la actividad biológica del abismo Challenger,
y han descubierto un hecho inesperado. Tal y como muestran en Nature
Geoscience, la vida microbiana exhibe allí el doble de dinamismo que
5.000 metros más arriba. Algo bulle en la sima del mundo.
La vida en una columna de océano —desde la superficie hasta el fondo—
depende casi por entero de los microorganismos que flotan en su
superficie (el plancton). Las bacterias y algas microscópicas que viven
allí son las que más eficazmente pueden alimentarse de la luz solar, y
esa energía es la que, en último término, acaba nutriendo a todos los de
más abajo, empezando por los peces y crustáceos que directamente se los
comen.
Los excrementos resultantes emprenden una odisea descendente en la
que cada paso de digestión microbiana va alimentando al microbio de más
abajo, como en la fábula del sabio que comía hierba. Lo que llega al
fondo del mar después de todo ese expolio es poco más que nada, y así
parecían confirmarlo los resultados obtenidos hasta ahora. Pero apenas
había datos sobre las simas del mundo, y en particular sobre el abismo
Challenger.
Glud y sus colegas han utilizado un innovador batiscafo, o
instrumento científico sumergible (lander) diseñado para resistir las
altas presiones que reinan a 11 kilómetros de profundidad. El aparato va
equipado con unos microsensores que han medido el consumo de oxígeno en
el fondo marino.
Esta es una medida esencial del metabolismo microbiano, y por tanto
ofrece una medida fiable del grado de actividad biológica en ese
entorno. Como control, han medido lo mismo 5.000 metros más arriba (es
decir, a solo 6.000 metros de profundidad). El resultado, por completo
inesperado, fue que la actividad biológica en el abismo Challenger
duplicaba la del control, pese a que este estaba cinco kilómetros más
arriba. Parece violar el principio de la odisea descendente: que cuanto
más abajo más degradada está la energía original que obtuvo de la luz
solar el plancton de la superficie.
Como todo descubrimiento, el de Glud plantea más preguntas que
respuestas. ¿Por qué rayos tiene que haber más actividad biológica en el
fondo del mundo que a profundidades meramente abisales? Los autores
conjeturan que la fosa de las Marianas, a la que pertenece el abismo
Challenger, actúa como una “trampa natural de sedimentos”.
Eric Epping, del Instituto Real Holandés de Investigación Marina, no
ha podido evitar meterle el dedo en el ojo al director de cine James
Cameron. “La ventana de su submarino debió haberse empañado por la
excitación cuando Cameron dijo en su documental que la fosa de las
Marianas era un lugar estéril similar a un desierto”. Tiene mala uva,
pero lo dice en Nature Geoscience.
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