Los gunas se quedan sin islas
Los indígenas que habitan islotes coralinos en el Caribe panameño viven bajo la amenaza de la subida del mar. En la cumbre climática de Lima reclaman ayudas internacionales para adaptarse a un cambio que han producido otros
Los dos cerdos viven sobre las aguas, dos cerdos flacos, de pelaje
negro y morro rosa, encerrados en jaulas de troncos que los vecinos
construyeron un metro mar adentro, un metro encima del mar. La isla Gardi Sugdub
es un grumo de coral en el Caribe panameño, un islote que se recorre a
lo ancho en cuatro minutos, a lo largo en dos, que no se levanta más de
un metro sobre las aguas, y que está ocupado hasta el último centímetro
por las cabañas de sus 927 vecinos. No les caben los cerdos.
En esta orilla occidental de la isla, a los cerdos los pusieron en
plataformas sobre el mar y las cabañas las construyeron sobre terrenos
ganados a las aguas con rellenos de coral, roca y tierra. En noviembre y
diciembre, época de vendavales y oleajes, a veces se inundan. Nunca fue
tan angustioso como en 2008, cuando el mar entró con furia a la isla.
"A las dos de la noche comenzó la tormenta", dice Delfino Davies.
"Primero hubo truenos, ¿sí?, luego llovió bien fuerte, fuerte, fuerte,
sonaba como tambores en los tejados de zinc. Nos despertamos con susto.
El viento movía las cabañas. En el centro de la isla no lo sabíamos pero
en la orilla oeste las cosas estaban mucho peor. La marea subía y a las
cuatro de la noche el mar entró en las cabañas. Las familias de allá
vinieron corriendo al centro de la isla, decían que las olas eran como
montañas, que estaban tirando las paredes de bambú, que se llevaban
flotando los tejados de fibras de palmera. Se destruyeron unas diez
casas. Fue peor en otras islas, las que están más afuera. De Coibita
vinieron a pedirnos ayuda porque el mar les estaba tapando la isla.
Fuimos en barcos a sacarlos de allá".
Delfino Davies enseña los rellenos que hace su familia, detrás de la cabaña, para ganarle unos metros al océano.
"Primero construimos un muro de rocas en el agua, cinco metros más
allá de la orilla, y luego rellenamos ese espacio con más rocas y con
tierra, así, bien compacta. Nuestros hijos crecen, se casan, tienen
hijos, necesitan una cabaña nueva para su familia. Ahí la construimos,
en el relleno, donde antes estaba el mar".
Durante décadas los gunas utilizaron corales para ampliar sus islas.
Ganaron seis hectáreas al mar. Pero aprendieron que el remedio era peor:
al desbaratar los arrecifes, se quedaban sin barreras naturales para
frenar el oleaje y sufrían peores inundaciones.
Un pueblo anfibio
Davies tiene 44 años pero parece un chaval que pasea con pantalón
corto y sandalias por las callejuelas arenosas de Gardi Sugdub. Es
espigado, lampiño, de piel canela y tirante, ojos almendrados, nariz
ancha y un bigotito que crece solo en las comisuras de los labios. Pesca
jureles en el mar y turistas en la isla para llevarlos al pequeño y
atestado Museo de la Cultura Guna –vestidos, flautas, tótems, calaveras
de tapires, una tinaja rota por la policía panameña durante la
triunfante revolución guna de 1925.
Ese año los indígenas echaron de sus tierras a madereros, bananeros,
caucheros, buscadores de oro, pescadores de tortugas, echaron incluso a
la policía panameña, y a partir de 1938 obtuvieron una autonomía muy
fuerte. La región autónoma de Guna Yala se extiende por 371 islas
coralinas del archipiélago de San Blas y por una franja de costa
montañosa y selvática, a la que entra una breve carretera, asfaltada
hace cuatro años. En la costa viven 11 comunidades de gunas, en las
islas viven 38, repartidas en una cincuentena de islas. Según el censo
panameño de 2010, hay 30.000 gunas en su región… y 40.000 en Ciudad de
Panamá. Hace tiempo que emigran.
Los gunas llegaron a este archipiélago caribeño hace siglo y medio,
huyendo de los mosquitos: la malaria y la fiebre amarilla castigaban sus
aldeas en las montañas. Se vinieron a estas islas planas, puros
montoncitos de coral que surgen aquí y allá, dispersos como si alguien
hubiera colocado macetas de arena blanca y cocoteros para adornar el
océano. No tienen agua dulce ni tierras cultivables. Los gunas llevan
por tanto una existencia anfibia: viven en el mar, salen en canoa a
pescar jureles, barbos y peces sierra, bucean a pulmón para capturar
centollos, pulpos y langostas, llevan turistas a los paraisitos de las
islas deshabitadas; pero también pasan a menudo al continente para
cultivar maíz, yuca, bananos y hortalizas, para tomar agua de los ríos y
hasta para enterrar a sus muertos envueltos en hamacas.
"Mañana tenemos trabajo comunitario. Navegaremos hasta la costa, una
persona de cada familia, para limpiar el cementerio", dice Davies.
En Gardi Sugdub no tienen sitio para tumbas. Las cabañas –y algunas
casas de cemento y zinc– se aprietan en hileras de lado a lado de la
isla. Hay escuela, biblioteca, centro de salud, sede del congreso local,
puesto de la policía fronteriza panameña; hay dos cabinas de teléfonos,
antenas parabólicas, placas solares; hay luz eléctrica de seis a 11 de
la noche, un acueducto que trae agua desde el continente. El perímetro
de la isla está ocupado por embarcaderos, por pasarelas de madera que
conducen a retretes suspendidos sobre el agua, por un par de jaulas de
troncos para los cerdos. Las calles, senderos de arena oscura y
compacta, parecen siempre abarrotadas por niños, por gatos, por
cuadrillas adolescentes que escuchan música en los teléfonos, por
mujeres que visten telas de colores, aros en la nariz y pulseras de los
tobillos a las rodillas, por hombres que sacan una mesa y juegan al
dominó, por más niños, por más gatos.
Casi todas estas personas se inscribieron para abandonar la isla. 200
familias de Gardi Sugdub, y otras cien que ya emigraron hace años a
Ciudad de Panamá, quieren fundar una comunidad en tierra firme. No
olvidan aquel noviembre de 2008 en que las islas permanecieron un par de
semanas inundadas, no olvidan los helicópteros que venían a lanzar
comida, los barcos que rescataban a los habitantes de las islas más
amenazadas. Tras varios meses de debates y negociaciones, en 2010
escogieron un terreno comunitario de 17 hectáreas en la costa, muy cerca
de las islas. El Gobierno de Panamá levantó allí los esqueletos de
hormigón de un hospital y una escuela, planeó sobre el papel las 65
primeras viviendas, pero luego el proyecto se paralizó. El dinero
presupuestado se destinó a catástrofes naturales más urgentes en otras
regiones. El peligro en Guna Yala no parece inminente. El mar sube pero
muy despacio.
Muy despacio pero el mar sube. En Panamá, gracias a la construcción
del Canal, existen registros de mareas desde 1907. Desde entonces hasta
el 2000, el nivel del Caribe panameño subió 2 milímetros anuales. La
subida se acelera en las últimas décadas: entre 1970 y 2000 la media fue
de 2,4 milímetros; entre 1993 y 2010, el nivel de los océanos subió 3,2
milímetros. Los biólogos marinos Guzmán, Guevara y Cartillo también
constatan que las islas deshabitadas de Guna Yala han perdido 50.363
metros cuadrados en 30 años. Y cada una de las islas habitadas ha
perdido 1.105 metros cuadrados como promedio, a pesar de los rellenos.
¿Es alarmismo?
Los habitantes de Gardi Sugdub empezaron los trabajos para
trasladarse al continente. Otras cuatro o cinco comunidades isleñas,
incluidas las más pobladas, también son partidarias de hacerlo. Otras
empiezan a debatirlo ahora. Pero el asunto no inquieta demasiado. "Si
les hablas del aumento del nivel del mar, muchos gunas se ríen. Sobre
todo los mayores", dice Atencio López, presidente del Instituto para la
Investigación y Desarrollo de Guna Yala. "Siempre hemos vivido así: en
noviembre soplan los vientos fuertes, sube el mar, algunas islas
pequeñas desaparecen bajo las aguas, hay otras que reaparecen. Siempre
ha sido así".
Atencio López nació hace 54 años en la isla de Dad Naggüe Dubbir.
Ahora vive en Ciudad de Panamá, donde ejerce como abogado especialista
en derechos de propiedad intelectual. Como ocurre a menudo con los
dirigentes gunas, combina dos discursos: los relatos de los ancestros y
la retórica del cambio climático. "El calentamiento global lo producen
los países industrializados y lo sufrimos nosotros. Nuestros antepasados
ya vaticinaron que desapareceríamos bajo las aguas. Si atentamos contra
la naturaleza, la abuela Muu nos castigará. La abuela Muu es el mar.
Los antepasados también dijeron que desapareceríamos por el fuego, y eso
es el calentamiento global explicado con otras palabras. Cuando
atacamos a la naturaleza, el fuego y el agua se unen para castigarnos.
Nuestros sacerdotes nos lo recuerdan siempre, yo desde niño vengo
escuchando el miedo a la inundación".
Él emigró a Ciudad de Panamá para estudiar y trabajar, como los
jóvenes gunas actuales que salen cada vez más a formarse en
universidades y que luego encuentran oportunidades fuera de las islas.
El motivo principal para marcharse, dice López, es la falta de espacio.
"Lo del cambio climático es un añadido, un tema del que empezamos a
hablar hace veinte años: se siente que algo va mal en el mundo, que
dentro de un tiempo se nos va a venir un problema, que podemos tener
alguna catástrofe. Por eso debemos pensar en la evacuación. Yo me
inscribí con mi familia: si se construye un pueblo en tierra firme,
queremos ir allá. A nuestra región pero a un entorno más seguro y más
cómodo".
¿La preocupación por la subida del nivel del mar es alarmista?
Casilda Saavedra es ingeniera civil, profesora en la Universidad
Tecnológica de Panamá y ejerce de enlace panameño en el Panel
Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC): "El calentamiento global es un fenómeno complejo y difícil de prever.
Pero la subida del nivel del mar es el efecto más seguro de todos. Los
registros lo confirman", dice. "Lo que pasa es que se trata de un cambio
muy gradual, casi imperceptible, y no parece tan urgente tomar
medidas".
Sin embargo, los estudios de Saavedra constatan que la pérdida de
tierras costeras es preocupante en algunas regiones de Panamá: "Lo
comprobamos en sitios como Punta Chame, una península muy estrecha y muy
plana, donde han tenido que levantar muros porque las mareas se estaban
comiendo la carretera. Allí hay un pueblo y muchos hoteles, es una zona
turística amenazada. En Puerto Caimito una marejada destruyó 12 casas
de familias pescadoras en 2009 y el Gobierno los trasladó a otra zona.
Empezamos a tener desplazados climáticos. En muchas comunidades
conocimos a familias que viven con el bote preparado para marcharse
cuando vienen mareas altas".
El caso de Guna Yala necesita más estudio, según Saavedra: "Sabemos
que el mar sube pero también necesitamos conocer el movimiento vertical
de las islas: hay tierras que se elevan y tierras que se hunden". Los
investigadores tienen una sospecha: cada vez se acumula más dióxido de
carbono en la atmósfera, los océanos lo absorben y se hacen más ácidos, y
esa acidez disuelve los arrecifes de coral como los de Guna Yala. El
archipiélago puede sufrir un efecto doble del cambio climático: las
aguas suben, las tierras se disuelven. "Pero estos fenómenos son
complejos y tenemos que estudiarlos mejor", advierte.
Los planes para responder al cambio climático cuestan tiempo y
dinero. "En Nueva York, Seattle o San Francisco tienen proyectos muy
avanzados para adaptarse a la subida del mar", dice Saavedra. "Pero
otros países sufrimos muchas más dificultades. Panamá ha contribuido muy
poco al calentamiento global y es uno de los países que más lo va a
padecer. Somos todo costa, 1.800 kilómetros en el Pacífico y 1.300 en el
Atlántico. Debemos hacer un esfuerzo para adaptarnos y no tenemos
medios suficientes".
Los gunas, como otros indígenas panameños, tienen un representante en la cumbre climática que se celebra estos días en Lima, en la COP 20,
la vigésima Conferencia de las Partes organizada por la ONU. 10.000
delegados de todo el planeta pretenden escribir el borrador de un nuevo
tratado para firmarlo el año que viene en París, un tratado que
sustituya al de Kioto y exija reducciones estrictas en la emisión de
gases de efecto invernadero. Esta reunión de Lima plantea otro objetivo
novedoso, que atañe directamente a los gunas: el dinero internacional no
debe destinarse solo a mitigar los daños que ya causa el calentamiento
global, también debe invertirse en planes de adaptación de las
poblaciones amenazadas. Los gunas piden financiación para trasladarse y
adaptarse a la subida del nivel del mar.
"Queremos mayores compromisos de los países desarrollados", dice
Rosilena Lindo, jefa de la Unidad de Cambio Climático del Gobierno de
Panamá. "El dinero internacional se dedica a mitigar el calentamiento, a
reducir los gases de efecto invernadero, pero aunque dejemos de emitir
dióxido de carbono hoy mismo, los efectos durarán mucho tiempo. Por eso
es obligatorio que los países dediquen dinero a los planes de
adaptación. No sabemos cuándo van a ocurrir episodios extremos,
tormentas, marejadas, inundaciones".
No hay planes
Es noviembre, diluvia en Gardi Sugdub. Blas López se refugia en la
sede del congreso local, donde se reúnen los vecinos en asambleas, donde
los sailas –los líderes espirituales– cantan los relatos sagrados y los argar
–los intérpretes– se los traducen a los fieles. El chaparrón dura una
hora, las nubes vuelan hacia las montañas costeras, el mar centellea
bajo el sol del mediodía y la isla huele a recién lavado. Una motora con
seis turistas navega hacia los islotes de arena y cocoteros.
"Los sailas más ancianos dicen que no pasa nada, que eso del
cambio climático no es cierto", explica López, secretario de la
comisión que se encarga del traslado a tierra firme. "El problema
evidente es que vivimos mil personas en una isla demasiado pequeña. ¿El
cambio climático? Pues sí, de paso. Por una cosa o por otra, debemos
marcharnos. Para eso organizamos reuniones, concienciamos a los vecinos,
buscamos fondos de los ministerios de Salud y de Educación. Necesitamos
ayuda porque el traslado se paralizó".
Algunas familias quieren marcharse ya, piden a la comisión que les
asigne una parcela para levantarse ellos mismos su casa, incluso
desbrozan el bosque para preparar tierras de cultivo. Blas López quiere
trasladarse pero con organización: "No podemos hacer las cosas de
cualquier manera. Necesitamos un plan de higiene para evitar la malaria y
la fiebre amarilla en tierra firme, necesitamos canalizar las aguas
negras, pensar en las basuras, distribuir las tierras de cultivo".
Rosilena Lindo añade precauciones: "El terreno escogido para el nuevo
pueblo, donde el Gobierno empezó a construir la escuela y el centro de
salud, está en una zona costera inundable. Debemos estudiar bien las
amenazas futuras, estamos a tiempo".
¿Y si en ese tiempo llega otra inundación?
"Los gunas no estamos preparados para una emergencia", dice López.
"Apenas hay servicio de protección civil, no existen planes de
evacuación, no se hacen simulacros, no hay nada pensado. Bueno,
colocaron un detector de tsunamis en la isla de El Porvenir". En 1882 un
terremoto impulsó cuatro olas gigantescas que arrasaron el
archipiélago, dejaron entre 70 y 250 muertos y obligaron a varias
comunidades a abandonar sus islas destruidas. "Ahora tenemos el
detector, pero si nos avisan de un tsunami, a ver qué hacemos".
A Teonicio Davies se le ocurre una respuesta. Tiene 25 años, es
sobrino de Delfino Davies y nieto de José Davies, intérprete de sailas y
fundador del Museo de la Cultura Guna. Teonicio toma una caracola
barnizada, del tamaño de un balón de fútbol, y la sostiene como un
tesoro. Sonríe a la gente que pasa junto a la cabaña del museo. Hincha
los pulmones, sopla por un orificio de la caracola y emite un bramido
grave y poderoso que resuena en la isla Gardi Sugdub. "Cuando venían
tormentas y marejadas, nuestros antepasados soplaban la caracola para
desviarlas. Por eso estamos tranquilos".
Un poco más tarde, suena a lo lejos otro bramido de caracola y luego
otro más. ¿Más gente desviando nubes por la atmósfera de Guna Yala? "Ah,
no", dice Teonicio. "Esos son los pescadores que vuelven al puerto,
anuncian el pescado".
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