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Francisco de Cuéllar: náufrago de la Felicísima Armada y héroe de España
Día 07/06/2013 - 01.02h
El capitán, echada a pique La Invencible y refugiado en Irlanda, siguió peleando duro contra el Inglés
ABC
Los hijos de la pérfida Albión llevaban ya unos cuantos años mareándonos el badajo en las inmensas y procelosas aguas de la Mar Océana. Casi nunca nos entraban por frente y por derecho, sino que usaban sus naves como alimañas carroñeras, entrando siempre de través o por la espalda cuando los vientos les eran favorables, o cuando los nuestros intentaban recuperarse de huracanes y tormentas.
John Hawkins y Sir Francis Drake solían ser los malandrines, piratas a fuer de que la reina Isabel los tuviera por nobilísimos, que comandaban aquellos ataques filibusteros sobre nuestros navíos que volvían de las Américas con el vientre y las bodegas bien repletos de los bienes, joyas, metales preciosos que otros de los nuestros arrancaban allá en el Nuevo Mundo a las entrañas de la Tierra, o conseguían después de feroces combates con los pobladores de los remotos territorios.
Se ha contado (las malas lenguas siempre tienen éxito entre las masas) que nuestros convoyes eran una y otra vez, y hasta mil veces, dejados en las puras astillas por los ingleses. Pero no siempre fuera así, que los españoles, arcabuzazo va, arcabuzazo viene, se defendían con la bravura de los toros de su Patria, y devolvían espadazo con espadazo, entregando a mejor vida a muchos de los britanos que atacaban sus naos.
Felipe II ya tenía sesenta años, pero quería luchar con el Inglés
Fuere como fuere, Su Majestad Católica Felipe II, a pesar de contar ya con sesenta trabajados y esforzadísimos años, estaba hasta más allá de sus gónadas reales de los piratas luteranos, de la reina Isabel que le había dado en las narices negándole el matrimonio, y más que harto de que los tesoros que venían de América acabaran engrosando los baúles de gente pecadora como aquella. Así que poco a poco fue vislumbrando la idea de que había que tomar cartas en el asunto y disponerse para invadir Inglaterra. No era tanto una cuestión de conquistar la isla, sino de acabar con la monarquía hereje y que un católico como Dios manda volviera a ser rey y señor de la antigua tierra artúrica.
Un héroe de Lepanto
Felipe encargó la dificilísima misión a Don Álvaro de Bazán, uno de los legendarios héroes de Lepanto. Pero Don Álvaro murió, y el generalato, o el almirantazgo de la empresa recayó en Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina-Sidonia, otro de nuestros grandes, nobiliaria y militarmente hablando, con la pega de que no era un experto en marinería.
Sin embargo, a finales de mayo de 1588 los navíos de la que se llamó Felicísima Armada (lo de «Invencible» fue una terrible ironía inglesa) se echaban a la mar. Eran cerca de ciento treinta («castillos sobre el agua» eran llamados por los de Albión) y debían dirigirse a Flandes para que allí se embarcaran nuestras tropas de tierra, los tipos durísimos y bragados de los Tercios.
Desde el principio, las cosas no fueron bien y la mar estuvo más que traviesa y traidora con los nuestros. Llegados al Canal de la Mancha, los briosos y ligeros buques británicos nos fueron dando todo lo que pudieron, y como es sabido, fielmente apoyados por su principal aliado, el tiempo inclemente que se cebó con nuestra flota, nos pusieron en el trance de abandonar la empresa, aquel sueño de invadir Inglaterra.
No es que pusiéramos pies en polvorosa, pero hubo que salir de allí a toda vela, a todo trapo. La única opción era rodear Inglaterra y Escocia y bajar hacia España por el occidente de Irlanda. Allí, a orillas de la verde Erin muchos de los nuestros dejaron la vida y sus empeños. Los naufragios se sucedieron día tras día. El mar no se apiadó de nosotros y tampoco los lugareños de la zona, que cayeron como ratas hambrientas sobre nuestra gente zozobrada que había buscado cobijo en las playas. Muchos de los asesinos no eran irlandeses, sino milicia inglesa o mercenaria que pululaba a cientos y cientos acogotando a la gente de Irlanda, gente católica y en batalla con los ingleses desde toda la vida luchando por su independencia.
Francisco de Cuéllar era un curtido y valiente soldado
Entre aquellos miles de valientes a los que solo pudo detener la crueldad de los océanos estaba el capitán Francisco de Cuéllar, curtido y valiente soldado de notable experiencia. Cuéllar pasó una larga temporada en Irlanda (sobre todo en el norte) y otros cuantos meses refugiado en Escocia, en tierra de católicos y aliados de los irlandeses frente a los ingleses. Cuéllar vivió desnudo como un salvaje, vio morir ante sus ojos a cientos de camaradas y compatriotas, se jugó la vida denodadamente, estuvieron a punto de darle matarile varias veces, pasó hambre y penurias miles, se refociló con unas cuantas muchachas de la tierra (quizá fue protagonista de esa dinastía de «irlandeses negros», de la que hablaremos más adelante) y de vez en cuando... despachándose todo lo que podía contra los ingleses que seguían dando caza por las tierras de Erín a los españoles.
Tras su pista, tras la de Francisco de Cuéllar y sus compañeros naufragados y asesinados, salió hace unos meses un valiente viajero, escritor y periodista, Miquel Silvestre, que quería corroborar en persona y a lomos de una motocicleta lo que había de cierto en tanta leyenda a propósito de los náufragos de la Invencible. Su testimonio quedó reflejado en el libro «La fuga del náufrago. Desventuras de los náufragos de la invencible» (Ed. Barataria).
De ello damos cuenta más debajo de estas líneas, pero ahora vayamos más o menos al detalle de lo que pasó con Cuéllar y sus camaradas, repasemos las afanosas industrias por las que pasó en la tierra de San Patricio.
Antes, y tal como recoge el libro de Silvestre, echemos una primera ojeada a la carta que Francisco de Cuéllar mandó tras sus penas a Felipe II. Empecemos pues, por el terrorífico y dantesco naufragio: «... y fuimos a embestir con todas tres naos a una playa de arena bien chica, cercada de grandísimos peñascos de una parte y de otra, cosa jamás vista, porque en espacio de una hora se hicieron todas tres naos pedazos, de las cuales no se escaparon trescientos hombres y se ahogaron más de mil...digo que me puse en el alto de la popa de mi nao y desde allí me puse a mirar tan grande espectáculo de tristeza; ahogarse muchos dentro de las naos, otros echándose al agua irse al fondo sin tornar arriba; otros sobre balsas y barriles y caballeros sobre maderos: otros daban grandes voces en las naos llamando a Dios; echaban a la mar los capitanes sus cadenas y escudos; a otros arrebataban los mares y de dentro de las naos los llevaban...».
Les quitaron hasta las entrañas
Y después... a sobrevivir tras la zozobra del naufragio, en la zona de Sligo. Vinieron primero las amenazas, agresiones y asesinatos por parte de los lugareños y de los soldados ingleses que había por la zona. Les quitaron hasta las entrañas. Cuéllar salvó el pellejo y se escondió, pero su cuerpo y su alma tenían muy malas trazas. Primero se dirigió a la Abadía de Staad donde quedó aterrado ante la vista de doce españoles colgados de las rejas de las ventanas. Había cadáveres por todas partes, y lo único que podía hacerse era escapar, recibiendo alguna que otra puñalada, como la que le dejó una pierna para el arrastre, amén de que le robaron lo poco que le quedaba encima. Por fin, un chaval le ayudó, le dio de comer y le calmó. Berros y bayas eran todo su almuerzo, mientras sus industrias solo pasaban por esconderse. Días después, acompañado por otros tres camaradas, dieron con un buen muchacho que les llevó al terrritorio de Brian O'Rourke, en el actual Condado de Leitrim, valiente enemigo de los ingleses y auxilio de los nuestros, lo que al final le costaría la vida.
Dando la buenaventura
Allí vivieron un tiempo seguros, y Cuéllar se dedicó a observar a la gente y las costumbres del lugar. Así cuenta aquellas jornadas: «...y un día estábamos sentados al sol ella y otras sus amigas y parientas; preguntábanme de las cosas de España y de otras partes, y al fin me vinieron a decir que les mirase las manos y les dijese su ventura; yo, dando gracias a Dios, pues ya no me faltaba más que ser gitano entre los salvajes, comencé a mirar la mano de cada una y a decirles cien mil disparates con lo cual tomaban tan grande placer, que no había otro español mejor que yo...».
Tal vez, Francisco de Cuéllar, ya algo restablecido, pudo pasar buenos ratos con las chicas del lugar y fue uno de los culpables del origen de una bonita leyenda, la de los black irish, los irlandeses oscuros, que serían descendientes de aquellos náufragos españoles. Bella leyenda que nos relata también que una cantante irlandesa famosísima, Enya, sería una de estas descendientes. Y, de hecho, hasta existe una bellísima canción, «La chica de Galway», que cuenta esta historia.
Satsifechas o no sus ansias varoniles, Cuéllar siguió con sus andanzas
Satisfechas o no sus ansias varoniles, el compadre Cuéllar siguió con sus apretadas y difíciles andanzas. En noviembre de ese año de 1588, se dirigió a las tierras de MacClancy, y se cree que pernoctaba en uno de los castillos de este encorajinado enemigo del inglés, probablemente en Rosclogher en la orilla sur del lago Melvin. Los británicos no les iban a dejar tranquilos mucho tiempo a los españoles, y a por ellos y por su castillo, digamos que arrendado, que se fueron, mientras MacClancy se refugiaba en las montañas.
Tras diecisiete días de asedio, por una vez el tiempo jugó en nuestro favor y los ingleses se vieron obligados a retirarse, escocidos además por la resistencia y tenacidad de nuestros paisanos. MacClancy, más que contento con nuestra gente, volvió cargado de regalos y presentes, y hasta ofreció a Cuéllar que se casara con su hija, algo que Cuéllar rechazó.
Poco después, Francisco de Cuéllar y otros españoles marcharon hacia el norte, y en la ciudad de Derry dieron con su obispo, O’Gallagher, que les pidió que le acompañaran a Escocia. Allí parece que Cuéllar y los nuestros que seguían con vida encontraron reposo, comida y descanso. En unos meses pudo viajar a Flandes, pero los holandeses estaban al acecho y una vez más mandaron al mar y a la horca a todos los españoles que pudieron. Cuéllar consiguió escapar y se dispuso a escribir su carta a Felipe II. Los héroes irlandeses corrieron peor suerte. O'Rourke fue colgado en Londres por traición en 1590, y MacClancy fue capturado y decapitado, también en 1590.
En cuanto estuvo de nuevo en forma, Cuéllar volvió al ejército, tanto en Europa como en las Américas. Nada se sabe de su suerte final. Pero nosotros sabemos, que allá donde esté, seguirá luchando por nuestro Dios y por España. Como aquellos héroes de la Invencible a los que jamás deberíamos olvidar.
«La fuga del náufrago»
Son apenas ciento veinticinco páginas, pero de primerísima categoría. Miquel Silvestre recorrió la ruta que el valiente capitán y náufrago de «La Invencible» Francisco de Cuéllar realizó por el norte de Irlanda. El libro nos sumerge en nuestra historia, pero también es un acercamiento entrañable a la Irlanda profunda, esa que cada noche en los pub, guinness va, cerveza guinnes viene, hace leyenda de la historia. Un libro verdaderamente precioso del que todo es aprovechable. Tanto su recuerdo de una parte de esta historia tan española y tan poco conocida, como por la aportación de suculentos párrafos de la carta que Cuéllar escribió a Felipe II, y por el recuerdo de esa Irlanda que se mueve entre los ritmos de los Dubliners o los Pogues. Para despedirnos, nada mejor que quedarnos con las palabras del propio Miquel: «Siempre me emocionó el toque de oración que la corneta llora al atardecer. Es un toque por los caídos. No por los generales, los almirantes o los comerciantes de la ciudad; es un toque por cada uno de los humildes españoles que fueron a morir lejos de su casa, en Flandes, Filipinas o Irlanda».
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