El análisis de unos crustáceos que producen grandes cantidades de esperma muestra que la competición intensa entre machos puede ser perjudicial para su especie
La selección sexual está detrás de grandes maravillas de la naturaleza, desde la cola de un pavo real hasta la musculatura de LeBron James. En un entorno en el que las hembras pueden elegir con quien tener descendencia y los machos no tienen garantizado pasar sus genes a la siguiente generación, son necesarias herramientas para llamar la atención de las juezas o ahuyentar a posibles competidores. Sin embargo, los rasgos favorecidos por ese proceso de selección no siempre son positivos.
La agresividad que beneficia a los machos para competir contra sus congéneres tiene efectos secundarios nocivos. En algunas especies de lagartija esa agresividad hace que los machos muerdan a las hembras durante el sexo, reduciendo su esperanza de vida y las posibilidades de que tenga más crías. Entre los escarabajos de Darwin, como se mostraba en un capítulo de Life, la serie de la BBC, el macho tira a todos sus rivales de un árbol abajo hasta llegar a la hembra, copula con ella y la empuja también al vacío. Y además de los daños para el otro sexo, los propios machos se tienen que enfrentar al mantenimiento de cuernos, colas y otras estructuras exageradamente grandes y costosas.
El mantenimiento de una bomba para llenar de esperma a la hembra reduce los recursos dedicados a otras tareas de supervivencia
La bióloga evolutiva de la Universidad de Zurich Hanna Kokko apunta en un artículo que publica hoy Nature a otro factor en el que puede perjudicar la selección sexual: “Desde un punto de vista del crecimiento de la población, los grandes machos que crecen cada vez más consumen recursos que hubiesen sido más útiles si se hubiesen puesto a disposición de las hembras”. En general, no obstante, la selección sexual acabaría por favorecer la supervivencia de la especie en su conjunto, reduciendo mutaciones malignas y facilitando la adaptación, en particular cuando el entorno es cambiante.
Para intentar entender mejor los efectos de las diferencias entre sexos sobre el éxito de un grupo de animales, un equipo de investigadores liderado por Gene Hunt, de la Institución Smithsoniana en Washington, se fijó en los ostrácodos, unos pequeños crustáceos con concha que tienen representantes vivos en la actualidad, pero también han dejado una gran cantidad de fósiles repartidos sobre la Tierra desde que aparecieron hace 450 millones de años.
Estos seres vivos, de los que se conocen unas 70.000 especies, presentan una amplia variedad de diferencias de tamaño y forma entre sexos a lo largo del tiempo. Los machos, que son desde un 30% mayores hasta un 20% menores que las hembras, suelen tener conchas más alargadas, necesarias para acoger unos grandes órganos sexuales y un potente músculo que bombea con fuerza el esperma para incrementar la efectividad de la eyaculación. Los autores del trabajo, que se publica hoy en Nature, analizaron los fósiles de 93 especies de ostrácodos que vivieron en lo que hoy es EE UU hace entre 84 y 66 millones de años. Aquellas que presentaban una diferencia entre sexos más pronunciada porque los machos tenían una maquinaria mayor para colocar su esperma tenían una tasa de extinción hasta diez veces superior que las especies con sexos más parecidos.
Estudios anteriores habían mostrado que una intensa selección sexual beneficiaba a la especie, sobre todo en entornos cambiantes
La observación de miembros vivos de esta especie no indica que la forma o el tamaño del caparazón contenga algún tipo se señal que pueda ser interpretado por las hembras para elegir a los mejores machos ni que sirva de herramienta para un enfrentamiento directo entre ellos. “Mi sospecha es que el quid de la cuestión estará en torno al hecho de que el dimorfismo sexual [las diferencias entre sexos] de estos ostrácodos parece asociado con la producción de esperma y su movimiento, lo que indica que la selección sexual es postcopulatoria”, explica Rob Knell, ecólogo evolutivo de la Universidad Reina María de Londres. En otras palabras, la selección del esperma que acabará fecundando a la hembra no se produce en una pelea para ver quién es el más fuerte o a través de una danza para conquistarla. La batalla tiene lugar en el interior de su cuerpo y para ganarla, el macho hace lo posible por inundarla de semen. Ese esfuerzo para producir unos grandes genitales y una gran cantidad de esperma reduce la cantidad de recursos disponible para otras funciones de supervivencia.
Además, como sucede con otras especies, esa competitividad entre machos no es gratuita para las hembras. Según se ha observado en moscas en las que también se produce esta batalla de espermas, copular puede resultar tóxico. Las hembras sufren en sus carnes los productos químicos incluidos en el semen masculino para eliminar la receptividad de la hembra una vez que ellos han copulado o para aniquilar a los espermatozoides de un acto sexual previo.
“Este es el primer estudio que muestra este efecto y parece ir contra la visión convencional de que una selección sexual fuerte podría, de media, reducir las probabilidades de extinción”, afirma Knell. “Hay muchas pruebas de experimentos que apoyan esta idea, por eso es interesante que este estudio vaya en la otra dirección”, añade.
Hunt considera que, además de explicar los efectos de una intensa competencia sexual para la supervivencia de una especie, su trabajo puede aportar una clave más a los profesionales que se dedican a la conservación de especies en peligro. “El dimorfismo sexual y otros indicadores de selección sexual se podrían añadir a la lista de consideraciones de los científicos que evalúan si una especie se encuentra en riesgo de extinción”, concluye.
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